En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesaréa de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de los infiernos no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo». Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías. Palabra del Señor
¿Quién decís que soy yo?
Parece una pregunta fácil de responder, pero no lo es. Porque para ella necesitamos tener fe y por supuesto una fe vivida y compartida. Si no tenemos experiencia personal, sino estamos enamorados de Jesús, sino sentimos el amor de Dios vivo en nosotros, no somos cristianos.
La Fe, si realmente la tenemos nos debe llevar a comprometernos en la construcción de un mundo mejor para todos.
Para contestar a la pregunta debemos descubrir al Dios que Jesús nos da a conocer con su forma de vida. Dios está cercano al hombre, cercano a quién lleva una carga pesada ya sea por enfermedad o por circunstancias, Dios no excluye a nadie, su misericordia acoge a todos y eso es lo que debemos transmitir.
Cada época tiene una forma de transmitir y aunque lo hagamos con la palabra, también hay que hacerla visible con nuestra forma de vivir.
Las llaves que le entregó a Pedro, primera piedra de la comunidad eclesial, no es para que la Iglesia esté abierta sólo a los creyentes, si no a todos, una Iglesia de justicia, de paz, de amor y de misericordia.