En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos». Palabra del Señor
En este segundo domingo de Cuaresma nos encontramos al igual que los discípulos con la transfiguración.
Para los discípulos que conocieron a Jesús físicamente, que conocían su voz, su vida y compartieron con Él muchos momentos tuvo que ser un choque muy fuerte ver como se les mostraba un Jesús distinto, un Jesús que sólo podían ver a través de la revelación y no de sus ojos.
¡Pues eso, es lo que nos tiene que ocurrir a nosotros! Ver a Jesús y enamorarnos de Él a través de la revelación que nos hacen los Evangelios.
No es fácil, porque concebimos el enamoramiento como acercamiento, conocimiento y relación con el otro, sino, no hay enamoramiento. Pero el amor es más que todo eso. Podemos conocerlo y amarlo leyendo los Evangelios porque nos encontraremos con su actitud con respecto a los demás. Conoceremos sus acciones, su comportamiento y es ahí donde se da la transfiguración, porque poco a poco vamos conociendo a Jesús tal como es y no como quisiéramos que fuera, eso es idealización lo que nos pasa al principio de estar enamorados. El amor es aceptar al otro tal como es.
Dudamos de la fe de los demás, pero ¿Cómo es nuestra fe? Seguramente pobre. Porque si no somos capaces de sentir que nos acoge, nos toca, nos sostiene y nos ama nuestra vida no cambiará. Sólo cuando somos capaces de sentir la transfiguración en nuestro interior nos convertimos en verdaderos Hijos del Padre y nuestra vida cambia. Pero, preferimos seguir viviendo de cara a los demás antes que vivir siguiendo los pasos de Jesús.
¡Buena semana y miren en su interior para encontrarse con Dios y salir transfigurados!