En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.
El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?» Ellos le contestaron: «Sí.» Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»
San Mateo, hoy, nos acerca dos parábolas que hablan de lo mismo: descubrir un importante tesoro. Este tesoro para nosotros es encontrar a Dios, hallar su reino y hacerlo extensivo a toda la humanidad.
Nadie puede seguir a Jesús por interés, sino porque se enamore de su proyecto que no es otro, que acercar al ser humano la salvación.
Un gran porcentaje de cristianos viven una fe triste, una fe que no se contagia, que no atrae. Por ello, el Reino de Dios pasa desapercibido. Parece que nos da vergüenza manifestar que somos seguidores de Jesús Resucitado, pilar de nuestra fe.
Caigamos en la cuenta de que la fe es alegría, gozo, alborozo, fermento del amor de Dios que hace que su Reino llegue a todos, y no a unos pocos.
Pensemos cada uno cómo es nuestra fe… ¿Es un tesoro? Pues entonces empecemos a compartirlo con alegría y entusiasmo.