«Querida Mamá: cuando te despiertes yo ya me habré ido. Quiero decirte por qué me voy, por qué te dejo, por qué no me quedo en el taller haciendo marcos para las puertas y enderezando sillas el resto de mi vida. Durante treinta años he observado a la gente de nuestro pueblo y he intentado comprender para qué vivían, para qué se levantaban cada mañana y con qué esperanza se dormían todas las noches Juan, el de las gaseosas, y con él la mitad de Nazaret sueñan con hacerse ricos y creen de verdad que cuantas más cosas tengan, más completos van a ser. El alcalde y los otros ponen el sentido de sus vidas en conseguir más poder. A veces, madre, cuando llegaba el cartero y sonaba la trompetilla en la plaza del pueblo, cuando la gente acudía corriendo alrededor, yo me fijaba en esas caras que esperaban ansiosamente una buena noticia. Me venían ganas de ponerme en medio y gritarles: ¡La buena noticia ya ha llegado! ¡El Reino está dentro de vosotros! ¡Las mejores cartas les van a llegar desde dentro! ¿Por qué se repiten que están cojos si resulta que Dios les ha dado piernas de gacela?. Yo me siento prendido por la plenitud de la vida, María. Yo me descubro encendido en un fuego que me lleva y me hace contarles a los hombres noticias simples y hermosas que ningún periódico dice nunca. Ya sé que soy un cartero sin bachillerato y que apenas he cumplido la edad de poder abrir los ojos en público. No me importaría esperar más, pensarlo más, ser más maduro, «hacer mi síntesis teológica»… Pero… Hay demasiada infelicidad, mamá, como para que yo me contente con fabricar hamacas para unos pocos… Demasiados ciegos, demasiados pobres, demasiada gente que sufre y no conoce al Padre bueno.
José L. Cortés, sacerdote
Locus serenitatis 