Aquella tarde, la comunidad religiosa hacía, en su oratorio, una plegaria de intercesión.
Una tras otra, se escuchaban las oraciones de los religiosos: «Señor, te pido», «Señor, te pido», «Señor, te pido». También el Superior hacía su plegaria: «Señor, te pido…».
Por fin, todos callaron largamente. Hasta que de nuevo se dejó oír la voz del Superior: «Ahora, Señor, dinos en qué podemos ayudarte; te escuchamos en silencio».
Al cabo de un rato concluyó: «Gracias, Padre, porque quieres contar con nosotros». Y todos los religiosos respondieron al unísono: «Amén».
(La oración, como el amor, tiene dos tiempos: dar y recibir, si falta uno de ellos, se muere.)