Erase una vez dos personas pobres, muy pobres.
Sobrevivían, el uno de la limosna y el otro de la chatarra.
Habían descubierto la amistad.
Un día encontraron a otra persona pobre y solitaria
y le invitaron a unirse a ellos.
Habían descubierto la fraternidad.
Y así se fueron sumando otro y otro y otro,
cada uno con su variopinta ocupación.
Habían descubierto la solidaridad. .
Un día celebraron una fiesta con sus pobres medios.
Habían descubierto la alegría.
Hacían planes, casi siempre utópicos pero habían descubierto la ilusión.
Iban donde querían, sin horarios ni jefes, parándose a disfrutar del sol
y de las estrellas cuando les parecía.
Habían descubierto la libertad.
Dormían casi todos al raso,
algunos en un albergue y pocos,
los más afortunados, en una pensión.
Cada día la tristeza de la soledad les iba abandonando
y les invadía una paz que les llenaba de gozo.
Habían descubierto la felicidad.
.¿Por qué -se preguntaron- ahora que tenemos estos preciosos valores no vamos a ofrecérselos a la sociedad?
Parece que les faltan algunos, o todos.
Así lo hicieron, pero la sociedad les humilló, les despreció, les insultó y les expulsó.
Ellos, felices, volvieron a pasar la noche a sus bancos del parque y sus cajeros automáticos.
A la mañana siguiente encontraron que la sociedad estaba arrasada y destrozada por el egoísmo, la envidia, la avaricia y el materialismo.
La Bolsa de valores económicos se había desplomado y la bolsa de valores morales había pedido asilo en algún limbo remoto. Entonces la sociedad acudió a exigir a las personas pobres sus preciosos valores. Y ellos les cantaron:
«Si no sabes cómo salir y la vida te hace añicos, nuestro consejo has de oír: hazte pobre y serás rico.”